Desde 2008, el modelo comercial basado en la globalización ha dado síntomas de agotamiento. Las medidas proteccionistas están acelerando el proceso

Índice de globalización

«¿Quién dice que Estados Unidos no puede volver a liderar al mundo en la fabricación de bienes? […] No voy a pedir perdón por invertir en reforzar a Estados Unidos». El presidente norteamericano, Joe Biden, aprovechó el Discurso sobre el Estado de la Unión de 2023 para confirmar su giro proteccionista y sacar pecho por su defensa de la industria nacional, una estrategia que echó andar con Donald Trump y que el presidente demócrata ha llevado a cotas inimaginables hace unos años.

El índice de globalización —entendido como el porcentaje que suponen las importaciones y exportaciones internacionales sobre el PIB global— alcanzó el 61% en 2008, un máximo histórico tras décadas de crecimiento impulsado principalmente por Washington. A partir de ese momento, y coincidiendo con el inicio de la crisis financiera, el modelo ha dado síntomas cada vez más evidentes de agotamiento: en 2021, tras recuperarse del golpe de la pandemia, el indicador alcanzó solo 57% y confirmó el estancamiento del comercio internacional durante los últimos 15 años.

A base de derribar fronteras, aranceles y cuotas, Estados Unidos apuntaló desde el final de la II Guerra Mundial su posición como primera primera potencial global y convirtió a sus empresas en gigantes internacionales con presupuestos similares a los de países enteros. La caída del muro de Berlín y el desmantelamiento de la Unión Soviética aceleraron ese proceso y extendieron la deslocalización industrial y la globalización del comercio al resto de polos industriales históricos —Europa, Japón o Australia—

En el cambio de milenio, sin embargo, apareció China. El gigante asiático pasó de ser uno de los grandes destinos de la mudanza de empresas occidentales a convertirse en la fábrica del mundo en apenas un puñado de años: Pekín ingresó en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 y en 2011 ya se había convertido en la segunda economía global. Gracias a una mano de obra inmensa, barata y , China inundó los mercados internacionales de productos de escaso valor añadido y generó dinámicas de dependencia del resto del mundo hacia sus cadenas de producción. La escasez de mascarillas a comienzos de la pandemia es un buen ejemplo.

Comercio China Europa Estados Unidos

Lo más reseñable de ese proceso es que China consiguió convertirse en el proveedor de bienes del mundo a la par que redujo el peso del comercio internacional en su economía. Tras su entrada en la OMC, Pekín experimentó un vertiginoso aumento de sus compras y ventas internacionales —pasó del 39% del PIB al 64% en cinco años—, pero ese crecimiento del comercio internacional tocó techo en 2006 y en 2021 su índice de globalización particular se situó en el 37,5%. Durante esos quince años su economía se multiplicó por seis, un crecimiento muy vinculado al fortalecimiento de la demanda interna.

Estados Unidos, por el contrario, siguió aumentando su dependencia del exterior hasta 2011, cuando sus importaciones y exportaciones llegaron a equivaler el 31% de su PIB. Es un peso menor que el de China, pero en su caso los flujos de entrada de mercancías superan a los de salida —es el mayor importador de bienes del mundo, entre ellos coches, ordenadores o medicamentos, pero el segundo exportador—. El caso de la Unión Europea es distinto: lejos de frenar la importancia del comercio en su esquema económico, el grupo comunitario ha seguido aumentando su dependencia del exterior hasta prácticamente igualar el valor de su producción de bienes y servicios anual —93% en 2021—. A su favor juega el equilibrio entre compras y ventas que le caracteriza, aunque en los últimos años la importación de energía está rompiendo esa balanza.

La guerra comercial que abrió Estados Unidos en 2018 con China fue un punto de inflexión. Estados Unidos se dio cuenta de que externalizar la producción de ciertas materias clave debilitaba su dominio geopolítico y hacía vulnerable su industria. El «America first» de la Administración Trump pretendía favorecer la producción nacional a base de aranceles a los bienes chinos y restricciones a la exportación de ciertos tipos de software. Joe Biden ha ido un paso más allá: además de vetar el acceso de China a su industria de microchips, va a subsidiar a aquellas empresas que acometan inversiones verdes en su territorio.

El objetivo no es otro que hacer regresar a aquellas compañías estadounidenses que un día hicieron las maletas en búsqueda de mano de obra barata. Un modelo proteccionista que China lleva años implementado a través de un férreo control empresarial. Ahora la obligada a mover ficha es la Unión Europea: mientras las dos primeras potencias mundiales vuelven la cara a la globalización, el equilibrio del comercio internacional del Viejo Continente —y la competitividad de su industria— puede convertirse en un problema de difícil solución en apenas unos años.

Fuente: El orden mundial 14/02/23